Architecture

El Andar… como evento Arquitectónico

El Andar... como evento Arquitectónico

El Andar... como evento Arquitectónico

Hoy quiero dedicarle un espacio a la experiencia del andar. El paseo urbano es una experiencia de la modernidad. Los seres humanos nos hemos perfeccionado [aparentemente] como sujetos e instrumentos de camino, como paseantes, en definitiva. Quizá sea verdad que  “es en el camino y actuando como paseantes donde mejor podemos reconocer aquello que nos hace humanos” (J. Nogué). Si el paseo es una experiencia moderna no parece exagerado conocer ciertos discursos como paso previo a determinadas prácticas a las que aludiremos próximamente entendiéndolas vinculadas a la salud, aunque muy al margen de la nueva bioascesis dominante, una disciplina rigurosa, que no tiene exactamente como objeto en sí mismo la salud sino la apariencia de salud (la ilusión de salud y la sensación de detener la degradación biológica) pero que, paradójicamente, también procura enfermedades. Paulatinamente pasamos de tener un cuerpo a “ser sólo y exclusivamente un cuerpo”, es decir, nuestra identidad es  somatizada.

Mas después del salto…

A finales del siglo XVIII aparecen los primeros intentos de establecer una relación teórica y práctica entre el paseo y el territorio y  sus paisajes.  El paseo se convierte entonces – y  por primera vez- en un objeto de reflexión filosófica y  de actividad literaria y  ello incidirá, sin ningún género de dudas, en una nueva forma de relacionarse con el territorio y de vincularse con sus paisajes, una relación monopolizada hasta aquel momento por el modelo pautado por las representaciones pictóricas del paisaje. J.J. Rousseau cuenta el paseante solitario y sus ensoñaciones;  las alusiones a los paseos literarios en obras como Werther (1.802), de Goethe, y,  muy especialmente, a la aparición del libro El arte de pasear, también de 1.802, de Karl Gottlob Schelle.

Pero habitamos un relato ya construido, del que sólo podríamos salir mediante un esfuerzo documental y analítico fuera de lo común. Así, hemos de construir un relato a partir de otro prestado, mil veces citado y repetido. Nos referimos al de Walter Benjamín sobre Baudelaire:  lo que W. Benjamin dijo que Baudelaire hizo con y en París, escenario excepcional de lo moderno. Aparece así Baudelaire como flâneur y con el spleen. Pero sabemos que la flânerie, como andar desapreocupado en la ciudad pero atento ha tenido precedentes, al menos desde finales del siglo XVIII (Retif de la Bretonne: Las noches revolucionarias).

El paseante  se (auto)abandona entre la multitud. Observa, pero no fisgonea. Su mirar carece de intencionalidad práctica pero tiene un carácter poético interrogante. Ya no hay nostalgia alguna de la naturaleza evacuada de lo urbano y el espectáculo es la muchedumbre. Al inaugurar el vagabundeo observante Ch. Baudelaire certificó la existencia efectiva de la ciudad moderna. En su experiencia, la ciudad era sede de una disolución.

París era la ciudad moderna. Lo moderno es la ciudad, cuando ha quedado disuelta su posibilidad como soporte físico de la democracia y emerge la muchedumbre como algo nuevo. Baudelaire es un observador y  observar implica un estar fuera y dentro de lo observado, un desvincularse de la cosa. De esa observación atenta cabe descubrir y deducir cosas.  Le ocurrió a G. Simmel, capaz de definir el perfil (psicológico) del habitante metropolitano a través de la observación del tránsito de los viandantes en Berlín,  detrás de los visillos de su ventana. La observación sigue siendo hoy necesaria: en el vagón del metro nadie se habla y apenas se cruzan las miradas. Si ocurren serán furtivas; también la metáfora del ascensor: compañeros por unos segundos en un espacio restringido, donde los cuerpos se tocan o casi. Nadie sabe ni que decir ni hacia donde mirar (el ascensor como situación extrema; los espejos interiores para dar idea de una falsa extensión). Hablamos de una ausencia que se clava, la experiencia se hace imposible, aunque quedan vestigios [hablamos de algo más que una tendencia: un horizonte que ya está aquí]. Lo ha focalizado la reflexión de Tiqqun: (en el metro) la humanidad viaja agotada por el papel que representa a diario. Durante horas, han sostenido el guión y el decorado. El sujeto ha quedado reducido al teatro de sus atributos, una especie de potencia impotente: me llamo fulano de tal y existo.

El Andar... como evento Arquitectónico

El Andar... como evento Arquitectónico

En todo caso, sobre W. Benjamin convienen algunas aclaraciones, precauciones y avisos: los materiales de su trabajo son literalmente una inmensidad y no se resumen, por lo que se refiere a una relación con la ciudad acotada a un texto exclusivo sobre París. Comparecen al menos cuatro ciudades fundamentales: París, Berlín, Moscú y  Nápoles, y probablemente alguna mas sepultada en esa inmensa documentación que produjo.  El andar de W. Benjamín, sea real o literario, entre calles o a través de textos,  no se circunscribe a lo urbano, ni al paseo urbano. Un ejemplo claro es su experiencia en Ibiza: recorrió una isla que comenzaba a ser un epicentro de lo distinto, como anclada en el pasado, intocada, misteriosa. Aparente contrapunto de París o Berlín. Un lugar de silencio. Ibiza se convierte así en la experiencia no de lo antiguo, es decir, de lo disponible para una arqueología sino, por el contrario, de aquello que es antiguo, donde lo ancestral sigue siendo y permite literalmente encontrar el lugar [vivo] que desea la nostalgia.

En W. Benjamin  descubrimos la disolución moderna de todo aquello que fue. En cierto modo, algo parecido a lo que sugiere M. Heidegger.   Estas prácticas del caminar no pueden ignorar “Camino de campo” (1.949). Este pequeño texto se ha calificado como una rareza literaria en el seno de su obra.  M. Heidegger introdujo en el método fenomenológico  el sentido de una hermenéutica ontológica. <Lo manifiesto>  de Heidegger está incluyendo algo más de todo aquello que se muestra de por sí mismo como el mismo. Incluye y apela a lo escondido, lo velado,  lo oculto.

El trabajo de W. Benjamin fue impulsado por  algunos subrealistas. En los primeros años del siglo XX, lo iconoclasta propio de las vanguardias se especifico en el andar. Un buen ejemplo lo constituye G. Apollinaire, con su “El paseante de las dos orillas” (1.919).  El vagabundeo fue también ejercicio surrealista guiado por el deseo.  Sin embargo, el antecedente sustantivo ocurrió hacia las quince horas del 14 de abril de 1.921 en Saint Julien-le-Pauvre.  Los dadaístas pusieron fecha a un proyecto que sigue teniendo pertinencia y que guarda una relación directa con los recorridos aleatorios que propusieron más tarde los situacionistas: recorrer los espacios banales de París, es decir,  los excluidos de las guías.

Muchos años después estos paseos fueron recuperados por Fluxus (los Free Flux-Tours) para visitar los túneles del tren, los urinarios y los lugares despreciables del Soho.  Tras la Guerra Mundial, los patafísicos cartografiaron un París secreto, deambulando borrachos por sus calles en las madrugadas. Sus planos están escondidos en los archivos del  Collegium Pataphysicum junto con la lista de sus lugares sagrados. Aquellos recorridos, a veces tras las huellas de los perros, a quienes atribuyeron condición de pensantes, condujeron al lugar donde Boris Vian fundó Le Bilbouquet, entre las cuevas de jazz de la orilla izquierda (St. Germain-des-Pres).

Hoy dominan las secuelas de la deriva situacionista. En su momento fue más un acontecimiento, una apertura que ocurre necesaria e inequívocamente cuando surge la posibilidad del recorrido urbano.  En los primeros números  de Potlatch  uno de los contenidos decisivos será la crítica del urbanismo y la arquitectura y, tras el texto de  Guilles Ivain,  pronto los letristas encontrarán en Asger Jorn un aliado que se refiere a la arquitectura como construcción de ambientes e instauración de modos de vida. La crítica del Funcionalismo era todavía poco precisa, demoledora  y hasta tosca: el general Corbusier es autor del estilo cuartel y un continuador del urbanismo como práctica policial y militar. ¿Qué sabe -se preguntaban los letristas- Le Corbusier de las necesidades humanas?.  En un número más avanzado de Potlatch  la deriva fue definida como “una técnica de desplazamiento sin meta basado en la influencia del decorado” (número 14 de Potlatch, 30 de noviembre de 1.954).

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